Después de muchas horas pensativa frente al espejo, la mujer dijo con voz firme: "Estoy embarazada". Luego, con voz débil, con miedo, abrió de nuevo su labios para decir: "Antonio, estoy embarazada". Nunca imaginó que aquellas palabras serían su sentencia de muerte: en una casa tan grande como aquella siempre hay alguien escuchando.
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A la mañana siguiente, el día de su boda, mientras se ponía su vestido blanco con flores, la mujer no había repetido las palabras que había dicho la tarde anterior frente al espejo, no se había encontrado en valor. Sin embargo, alguien más sí lo había tenido y pasaron por algunos oídos hasta llegar a uno de corazón orgulloso, pasaron a una mente fría y se deslizaron hasta unas manos sigilosas para convertirse en veneno vertido en una copa...
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Aquella tarde nadie pisó el altar, nadie dijo un "sí, acepto". Nadie alzó ninguna copa. Las lágrimas que rodaron no eran de felicidad. Los trajes de fiesta se convirtieron en trajes fúnebres. Y el beso al final de una ceremonia, se convirtió en el del final de una vida sobre unos labios sin ella.
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Días después colocaron el mausoleo sobre la tumba de la mujer. El esposo que nunca llegó a ser, quiso que se colocara una copia de la imagen de la mujer el día de la boda, la que jamás se llevó a cabo. Como epitafio se escribió simplemente: "Te amaré por siempre. Armando."
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