25 de agosto de 2008

AMNESIA POSTMORTEM (VI)

La oficina del jefe del Infierno resultó ser bastante agradable: el aire acondicionado mantenía la temperatura fresca. El lugar no era de piedra como el exterior, sino que parecía una de esas oficinas de las grandes corporaciones que hay en la Tierra. Todo era blanco.

Me quedé un rato parado, boquiabierto. Frente a mí se encontraba un escritorio, bastante amplio, con las cosas típicas de un escritorio. Además había algunas sillas. Detrás del escritorio estaba un sillón enorme, el cual estaba girado hacia la pared; noté que alguien estaba sentado en él. “Tome asiento por favor”, me dijo. Caminé hasta el escritorio y me senté tímidamente en una de las sillas. En ese instante el sillón comenzó a girar y sólo entonces pude distinguir a quien estaba sentado en él. Era un hombre muy pequeño, casi de un metro de estatura. Era regordete y de piel trigueña. Todo en él parecía muy delicado y pulcro: el pelo y la barba, sus manos muy bien arregladas y su traje blanco. Yo me quedé muy sorprendido pero curiosamente mi miedo no disminuyó ante aquella imagen, más bien fue todo lo contrario.

— Supongo que usted sabe quién soy yo, así que no necesito presentación — dijo, mirándome fijamente a los ojos y sin pestañear. Y agregó: además, usted sabe, el tiempo es oro. Para empezar permítame ofrecerle mis más sinceras disculpas, aparentemente hemos cometido un error muy grave con usted.

— ¿A qué se refiere?

— Permítame explicarle. Verá: todos los seres al nacer tienen sus días contados y están destinados a nacer y a morir en días ya establecidos desde el principio de los tiempos. Este es el “Equilibrio de la Vida” y es una regla que debe aplicarse a todos sin excepción alguna. Durante miles de años la hemos cumplido a cabalidad sin cometer errores ni mucho menos favorecer o perjudicar a nadie. Sin embargo, al revisar su expediente hemos descubierto un error de nuestra parte.

— Sigo sin entender de qué me esta hablan…

— A eso voy caballero, no coma ansias. Verá, su tiempo de vida era treinta y nueve años, cuatro meses, once días, tres horas y diecinueve minutos. Pero usted murió un cinco de marzo de 1982: diez años antes… ¡por alguna razón desconocida, lo trajimos a usted exactamente diez años antes!– dijo, sosteniendo enérgicamente una carpeta que tenía mi nombre escrito en ella.

Yo me quedé en silencio por un tiempo: de pronto todo me pareció un sueño.

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