23 de agosto de 2011

El corazón


Después de mucho pensarlo decidí deshacerme de mi corazón. Había pasado por muchas situaciones dolorosas últimamente: tropiezos, golpes y traiciones. Lo mejor era buscar uno nuevo o simplemente vender el actual.
Hay un pequeño mercado a unas cuadras de aquí donde se pueden hacer ese tipo de cosas. La gente llega ahí y ofrece lo que tenga, buscando algo mejor para ellos o, simplemente, vender para cambiar de vida. Era común, por ejemplo, que llegara alguien a ofrecer algunos dedos, aunque no le ofrecían gran cosa por ellos. También llegan con cierta frecuencia personas a vender su cerebro exigiendo, eso sí, que se le pagara por anticipado. Luego les era fácil ingresar al mundo de la política.
Así que una mañana me dirigí al pequeño mercado. Aún no tenía muy claro si venderlo por algunas monedas o simplemente cambiarlo por alguno en mejores condiciones. Sin embargo, fue inútil: pasé casi tres horas preguntando en todos los puestos y no tenían nada que me interesara. Me ofrecían muy poco, a mi forma de ver, por mi corazón y si querían cambiarlo, sólo tenían corazones en muy mal estado, quizás de algunos chicos emo.
Finalmente decidí dejar el mercado y probar suerte otro día; sin embargo, un hombre me llamó desde un pequeño local frente a la salida. Era un tipo, evidentemente, acabado por la vida. Usaba muletas por la falta de su pierna izquierda, un ojo de vidrio y una media barba. Escuché que quieres deshacerte de tu corazón, me preguntó. Le expliqué que aún no sabía qué hacer con él, que me vendría bien el dinero pero que un corazón en mejores condiciones sería atractivo para mí.
Mire, me dijo el hombre, yo no tengo dinero y los corazones se me han acabado, pero puedo ofrecerle algo que le podría gustar. En un primer momento pensé que me ofrecería un cerebro, pero pronto saco una caja preciosa que contrastaba con las ruinas en las que se encontraba el local. Al abrir la caja pude ver un aparato muy parecido a un reloj con todas sus agujas en movimiento, a excepción de una cuarta. El aparato quedaba perfecto en mi pecho.
El hombre me dijo que aquello era un sustituto de un corazón pero mejor, pues no permitía la entrada de sentimientos. Sin dudarlo hice trato con el hombre de la muleta.*
Aquella tarde salí de aquel local contento, sólo que no sabía que lo estaba. Veía la vida como antes, sólo que en matices grises.
Regresé a mi casa, a mi trabajo, a mi vida. Pero la vida tiene algo de maldad para cada uno de los que la viven: ojos negros como la noche, piel blanca como la luna y estrellas en cada palabra. Se llamaba Cynthia y era a la única persona a la que podía ver totalmente a colores.
La conocí en una cafetería cierta mañana, apenas unas semanas después de haberme deshecho de mí corazón. Claro, no sentía nada por ella, pero quería hacerlo: sonreír con ella mientras servía el café o entender esas canciones que tarareaba mientras se dirigía de un lado a otro de la cafetería atendiendo a los clientes. Tenía un olor a vainilla y le gustaba usar vestidos de colores alegres.
Pasé muchos años visitando la cafetería para verla, queriendo sentir algo por ella. No tenía sentimientos que me motivasen a hablar con ella más de lo requerido. Pero el tiempo pasa y no lo hace en vano: una noche fatídica, mientras cenaba, escuché que ella iba a casarse. Como era obvio, no sintió nada pues el aparato en su pecho seguía funcionando a la perfección. Pero algo me movió a dejar su comida y dirigirse hacia el pequeño mercado donde años atrás intercambié mi corazón. Ahí, frente a una de las salidas del mercado, aún estaba el local donde un hombre, con muletas y un ojo de vidrio, me había colocado en el pecho el aparato nefasto parecido a un reloj.
El lugar estaba abandono y parecía que había estado así por años. Me quedé sentado en la cuneta como esperando una respuesta, hasta que una anciana se acercó y se sentó a mi lado. Yo lo recuerdo, me dijo.
“Usted vino hace algunos años a cambiar su corazón, ¿verdad? Veo que el aparato que le pusieron ha funcionado perfectamente, su cara no ha envejecido mucho”, continuó la mujer. Curiosamente, algo en ella me inspiraba confianza y le conté lo que me había sucedido. Ella escuchó con atención sin mostrar sorpresa alguna. Cuando terminé, le mujer me dijo:
“El hombre al que usted le intercambió su corazón se fue de aquí meses después, quizás años. Antes de irme me entregó la llave de este local y me dijo que usted regresaría. Quítese la camisa, por favor”. Yo obedecí sin pensar mucho. Ella continuó, señalando el aparato de mi pecho: “Las primeras tres agujas controlan las dimensiones del espacio, pero la aguja sin movimiento es el tiempo. Con ella usted podrá viajar en el tiempo, a cambio de un sacrificio no voluntario. Usted ya imagina lo que tiene que hacer, yo ya cumplí. Lo que quiere sentir sólo podrá hacerlo con su corazón original, pero le advierto: pasará años tratando de recordarla”. Me entregó la llave del local y luego se fue.
Entré decido al local, con el dedo sobre la aguja inmóvil, dispuesto a dejarlo todo. Segundos después luces blancas salieron del viejo local y, luego, el silencio completo.
Así me senté a esperar, consciente del sacrificio que tendría que pagar; a esperar por un hombre que, después de mucho pensarlo, decidiría deshacerse de su corazón. Así me senté a esperar, acompañado únicamente por un ojo de vidrio y un par de muletas.
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Esta es una idea que tiene sus días. La dinámica consistía en iniciar un cuento y enviarlo a otros blogueros para que idearan un final. Además de mí, 3 blogueros más escribieron un final, los cuales inician desde el asterisco (*).
Por el momento han publicado KR, con Perderlo todo para ganar, y Walter, con Corazón original (Parte I).

2 leyeron y piden la palabra:

Mariocopinol dijo...

Debo reconocer q no había entendido la mecánica del ejercicio. Pero hoy si ^^ muy bueno su cuento, justo lo q esperaria de ud joven! Felicitolo con altisonantes y efusivas palabras!

ELISA dijo...

Muy bueno!!! me gusto mucho!!